Suele suceder que los conflictos de índole política, social o gremial, cuando son llevados al extremo, hacen aflorar resentimientos, intereses mezquinos y miserias que de otra manera permanecerían inadvertidas. O al menos no tan visibles.

Esto sucede con claridad en la puja que vienen manteniendo el Ministerio de Educación y los docentes. La discusión ahora es por la reforma del nomenclador, que lógicamente implica una mejora salarial para los trabajadores de la educación adicional a la lograda durante las negociaciones paritarias. Pero el conflicto, agudizado en plena campaña electoral, alberga, en la profundidad de los ánimos, viejos rencores que emergen inexorablemente a la superficie. 

Ya se ha dicho en estas páginas que no se puede poner en tela de juicio el derecho de los docentes a peticionar el incremento en sus haberes. Sí, en todo caso, la estrategia de paros sistemáticos, que parece agotada como método de presión y que daña más a los alumnos que a las autoridades educativas.

Pero también el plan de lucha puede ser objeto de discusiones interminables, en las que los contrincantes de tales disputas tendrán invariablemente su parte de razón.

Lo que no parece tener justificativos es el comportamiento individual que algunos docentes han puesto en evidencia a lo largo de este conflicto. Quienes tienen responsabilidades de educadores, particularmente de niños en plena formación, deberían entender lo inapropiado de las conductas violentas, aun cuando incurran en ellas afuera de las cuatro paredes del aula.

Durante las protestas docentes se han escuchado insultos e improperios que sonrojarían a los cabecillas de las barras bravas de Villa Cubas o San Lorenzo de Alem. Agresiones verbales que también se han podido leer en las redes sociales, incluso en las cuentas oficiales del Ministerio de Educación.

Durante la masiva marcha concretada días pasados se ha visto a educadores pisoteando adrede los  canteros de la plaza principal, como no lo hicieron ni los peregrinos que visitan a la Virgen, ni siquiera quienes festejaron triunfos deportivos en el principal paseo público de la ciudad.

Se trata de modales que no solo deterioran la imagen de los maestros y profesores frente a sus alumnos, a quienes difícilmente hagan entender, cuando regresen a clase, la inconveniencia de las malas palabras o de la mala educación, cuando ellos mismos fueron protagonistas de esos comportamientos ignominiosos. Luchar por los derechos sin agresiones es, en cambio, un modelo a seguir.

Además, tienden a desvirtuar la legitimidad de la lucha que llevan adelante porque apelan a descalificaciones de tipo personal más que a argumentos que sean eficaces para saldar a su favor la discusión gremial. 

Vale aclarar que las conductas descriptas no pueden encuadrarse en el comportamiento generalizado, pero aunque aislados, resaltan entre el resto de las actitudes que pueden advertirse.

Se argumentará que se trata de cuestiones anecdóticas en el marco del plan de lucha sindical. Y es cierto, pero la reflexión se refiere a la imagen de los educadores y no al conflicto en sí.

Al parecer, cuando se hable del libro de la violencia escolar habrá que reservar al menos un capítulo para los docentes que no están en condiciones de erigirse como modelos a seguir para los estudiantes que presuntamente educan.